NOTA DEL AUTOR: En este relato perteneciente al club de escritura, se buscaba un texto que tratase de un personaje (real o ficticio) y una historia sobre él. Tema y extensión libres. Esto es lo que salió
Si estáis leyendo esto, querrá decir
que estaré muerto, porque ELLOS me habrán encontrado.
Todo comenzó hace cinco meses.
¿Nunca os habéis fijado en los
mendigos que piden en el metro, en iglesias, en las plazas de las ciudades…?
Yo sí.
Concretamente me fijé en uno, el que
pedía en la puerta del supermercado, al final de la Calle Alfonso Peña, en el
número 118. Aquel hombre me resultaba familiar, conocido. Apareció sin más, una
mañana mientras me dirigía a por el coche para ir al trabajo, como una pieza
más del mobiliario urbano.
Doce días arrojándole unos céntimos
al cestillo hasta que, meditando mientras conducía, y haciendo un esfuerzo por
empatizar con esta persona e intentando ponerme en su pellejo, estaba resuelto
a pararme a hablar con él, ayudarle. No pararía hasta que ese buen hombre
tuviera una vida digna (supongo que en un acto de limpieza de conciencia). Pero
ya no estaba.
Pregunté a las dependientas del
supermercado, pero de su mirada de estupor y consternación deduje que no sacaría
nada. A la mañana siguiente, a un par de calles de distancia, encontré a otro
indigente, recostado contra el quiosco de la plaza, y no dudé en saciar mi
curiosidad. Le pregunté por el otro hombre, su edad, su nombre, me interesé por
su pasado, por el motivo de su llegada hasta ese pozo que es la miseria. No
obtuve muchas respuestas, sólo miradas de confusión y sorpresa, gruñidos
farfullados y palabras inconexas que escapaban débilmente de su ebria boca. De
entre todo aquello distinguí el nombre de Abel, el número 42 y algo que
posiblemente fuera su trabajo “persianas y toldos”, en un lenguaje
prácticamente indescifrable.
Con estos datos acudí al comedor parroquial,
al centro de “Cáritas”, al albergue de indigentes e incluso hablé con el
párroco, y nada de nada, sólo miradas de preocupación y susurros a mis
espaldas. Comencé a notar la extraña sensación de sentirse observado,
corroborado por un escalofrío desagradable que recorría mi columna.
Al salir del último comedor social,
en la otra punta de la ciudad, uno de sus “clientes” me interceptó; era el
mismo vagabundo del quiosco, y yo sabía que me estaba siguiendo. Me retuvo, increpándome
por mi desquiciada búsqueda de Abel, por mi fijación enfermiza. Le contesté que
simplemente era un acto de caridad y el me lanzó una mirada inquisitiva y un
puñado de roncas palabras: “por qué no nos haces un favor a los dos y dejas de
comportarte de esta manera, me asustas. Para ya de actuar como un puto
desequilibrado joder.”
Todo era muy extraño: ¿Por qué me
seguía?, ¿por qué hablaba como si me conociera?, ¿Acaso nos habíamos visto
antes?, ¿Quizá antes de convertirse en un residuo social compartiéramos
vestuario en el club de golf?, ¿Qué había hecho con Abel?
Demasiadas preguntas sin respuesta.
No me dejó opción y decidí seguirle yo a él.
Al anochecer, tras unas horas
limosneando en la puerta de la iglesia de Nuestra Señora de Fátima, me condujo
hasta un bloque de viviendas viejo y medio en ruinas, allá a las afueras, en el
descampado que queda pasadas las vías del tren. Me intrigó su andar, más fluido
que durante sus horas de “trabajo”. Abrió la puerta de la casa y la cerró tras
de sí. A los pocos segundos, mientras yo andaba jugando a los espías,
parapetado por unos palés y la oscuridad de la noche, aparecieron dos mendigos
más. Andaban erráticos, encorvados, y deambulantes, con las voces rotas y
borrachas, pero que al girar la esquina y pocos metros antes de entrar en la
casa, se tornaron erguidos, y sobrios. Sin salir de mi asombro observe este
suceso en cinco ocasiones más en un breve espacio de tiempo. No entendía lo que
sucedía, pero quería saberlo. ¿Cómo esas personas pasaban de un estado
lamentable a un estado de lo más común?, ¿por qué fingían borrachera y andares?,
¿Qué ocurría en aquella casa?
La curiosidad ganó la batalla a mi
cordura y tuve que entrar. Supuse que si lo hacía con la ropa que llevaba
puesta, la cosa se podría poner peligrosa, así que recogí cuatro harapos del
contenedor que había cerca de la entrada, me atavié como uno de ellos y entré.
Un amplio vestíbulo destartalado
mostraba dos salas vacías, y unas escaleras descendentes que acababan en una
puerta cerrada. Al no encontrar a nadie supuse que todos tomaban las escaleras hacía
la puerta. Bajé los cinco peldaños, abrí,
y resultó ser la puerta de un montacargas. Apreté el botón verde, y el descenso
en aquel elevador me pareció una interminable bajada a los infiernos de la
oscuridad. Una vez se detuvo, se abrieron las puertas, y ante mis ojos apareció
la mayor ciudad subterránea que jamás se haya visto. Una gran avenida, que se
extendía más allá de donde alcanzaba la vista. A los laterales, construcciones
acristaladas a modo de gigantescos panales de abeja. Una especie de tranvías
autónomos iban y venían incesantemente sobre raíles brillantes. Vagabundos, o
los que en la superficie ejercían de vagabundos, entraban y salían de esos
“autobuses” para subirse a plataformas elevadoras que les dejaban en las celdas
de los titánicos enjambres… pero no, eso no eran vagabundos, sólo era un
disfraz para salir a la superficie, de hecho ya ni siquiera parecían humanos…
Permanecí allí, infiltrado, escondido,
investigando, durante cuatro largos meses. Y descubrí la mayor de las
corporaciones conocidas de la historia. Descubrí a ELLOS.
¿Os habéis fijado que los mendigos
nunca están mucho tiempo en un sitio?, seguro que el vagabundo que hoy está en
la puerta de una iglesia, en un puñado de semanas desaparece, y al poco tiempo
aparece otro diferente… ¡rotan de puestos, nos espían! A todos.
Se dedican a observar nuestros
movimientos, husmean en nuestras basuras, conocen nuestros gustos, costumbres,
rutinas, horarios: Saben lo que comemos y cuando comemos, la frecuencia con la
que hacemos el amor y con quién, donde trabajamos y cuánto trabajamos, dónde
estuvimos de vacaciones, las veces que orinamos… ¡TODO!, lo saben todo de
nosotros. Espías a la luz del sol, ante los ojos del mundo, y a la vez
desapercibidos para todos… la tapadera perfecta. Saben cómo, cuándo y dónde
hacernos daño; poseernos.
¿Cómo los reclutan?: empresarios o
parados, padres de familia o solteros convencidos, personas acomodadas o pobres
diablos, cualquiera puede ser su objetivo. Te vigilan, te conocen, y comienzan
a actuar, a alterar tu vida y minarla. Pierdes el trabajo de la noche a la
mañana, tu mujer y tus hijos te abandonan sin motivo aparente, tus amigos y tu
entorno se distancian hasta perderte completamente de vista. En pocos días te
encuentras viviendo en la calle, y allí eres captado; y te llevan al enjambre,
y allí eres poseído (mentalmente absorbido). Al salir, ya solo eres una cámara
espía con forma de humano desarrapado, un muerto que anda y respira. Y trabajas
para ellos. Y al final de un día observando desde la puerta de una estación de
metro, bajas al enjambre para volcar inconscientemente los datos de tu cerebro
en sus bases de datos, en las máquinas creadas por ELLOS.
¿Quiénes son?: Una organización
secreta a escala mundial. ¿Su objetivo?: estudiar las costumbres de los seres
humanos, conocerlos, y con ello, poseerlos, controlarlos. Tiene datos de
mercado que ninguna empresa de sondeos soñaría poseer, con datos reales y
objetivos. Pueden manipular nuestro comportamiento dirigiendo nuestros hábitos.
Con toda esta información pueden provocar una oleada de gripe para fomentar el
consumo de un determinado medicamento; pueden focalizar nuestras costumbres y
aumentar el deseo de hacer deporte, o disminuirlo, o provocar que comamos
compulsivamente, o hagamos dietas. Pueden reconducirnos para que aceptemos una
medida gubernamental negligente, o provocar una revolución por ello. Todo está
orquestado por ELLOS. Creemos que decidimos cada uno de nuestros pasos, pero no
es así, ¡estamos alienados, nos rigen inconscientemente!
Pero ELLOS me han descubierto, y
viene a por mí. Son muchos, miles, en cada ciudad, en cada país, en cada
continente, están por todas partes, son comunidades organizadas. Cada indigente
me vigila y les informa. Y me han encontrado. No me queda mucho tiempo.
Si estáis leyendo esto, querrá decir
que estaré muerto…, y seré uno más, vagabundeando, entre vosotros.
Clínica Universidad de Navarra.
Departamento de psiquiatría y psicología médica
Expediente B-46567-TXD3
Nº de registro: 346756957
Nombre: Abel Reudaregui Allanez
Edad: entre 40 y 50 años
Estado civil: desconocido
Fecha de ingreso: 26/03/81
Exploración: El paciente es hallado por la policía
local en una vieja casa derruida tras ser avisados por otro mendigo. Se
encuentra en un estado grave de alteración de consciencia. Presenta un comportamiento
confuso y agitado, y da muestras evidentes de imposibilidad de discernir entre
realidad y ficción. El paciente, Abel, sostiene que los vagabundos están siendo
abducidos mentalmente y forman parte de una organización secreta, bajo tierra,
que dirige en las sombras nuestra civilización. Las primeras valoraciones son
coincidentes con la sintomatología propia de la esquizofrenia paranoide. Los
resultados de la prueba analítica son positivos así como…